Resumen. El artículo se propone releer un archivo cifrado en lenguaje estético, Según la Costumbre de Mallarino Flórez (2003), a la luz de un modelo de lenguaje urbano (Pérgolis, 1999), tratando de confirmar los avatares físicos y sociales de Bogotá a comienzos del siglo XX. Gracias a esta correlación, se sostiene que la literatura urbana actúa como un archivo sobre las territorialidades históricas de los ciudadanos. Todo esto permite concluir que esta obra de Mallarino actúa como una ‘literatura médica’, delegando a este tipo de experiencias la misión de diseccionar la sociedad y mostrar la etiología de sus síntomas.
Abstract. The article proposes to reread a encrypted file in aesthetic language, Según la Costumbre by Mallarino Flórez (2003), supported on a model of urban language (Pérgolis, 1999), trying to confirm the physical and social vicissitudes of Bogotá at the beginning of the 20th century. Thanks to this correlation, is held that the urban literature acts as a file on the historical territorialidades of the citizens. All that allows to conclude that this Mallarino’s work acts as a ‘medical literature’, delegating to this type of experiences the mission of analize the society and to show the etiology of its symptoms.
Palabras clave. Ciudad continua, estética urbana, contexto histórico, crisis higiénica, literatura médica.
Key words. Continued city, urban esthetic, historic context, hygienic crisis, medical literature.
Introducción
Desde hace algunos lustros se han multiplicado las investigaciones sobre La Ciudad y sus correlatos con la Cultura Urbana y los Estudios Culturales, los cuales se han centrado, tendencialmente, en cuatro bloques de trabajos investigativos, a saber: los semio-lingüísticos, los arquitectónicos, los semio-literarios y los interdisciplinares (García-Dussán, 2007); aunque recientemente ha cobrado mucha fuerza, primero, el caso de la crónica periodística como un ejercicio que resignifica los cambios físicos y simbólicos de las ciudades y, por otro lado, los estudios que reconstruyen, a partir de ciertos espacios públicos urbanos y mojones emblemáticos, nuevas versiones del devenir de las gramáticas urbanas, aportando así a los acervos de la memoria histórica.
Para el caso que nos interesa en este espacio de reflexión, el orbe literario, es palmario que desde el fenómeno socio-político del Bogotazo hasta la actualidad ciertos archivos propiamente literarios han narrado contenidos que resignifican la ciudad (V. gr. Cfr. Osorio, 2008 y Torres, 2012), situaciones desarrolladas en escenarios bogotanos, temas y tramas sobre el hacinamiento, la neocolonización, el exilio voluntario, la marginalización y los diferentes espacios-tiempo que conviven como capas de una monumental alcachofa, cada uno con una lógica diferente. Estos aspectos aparecen con distintos tratamientos e intenciones, pero también con diferentes estilos, siendo el único aspecto fijo la ciudad física, ya sea como trasfondo, como obstáculo o refugio. La presencia de la Bogotá real y la simbólica como escenario de acción en estos archivos es innegable; tanto, que se puede afirmar que poseen un discurso propio y que rinden cuenta de momentos históricos esenciales en la vida metropolitana que cubren épocas lejanas; de siglos, incluso.
A partir de allí, han aparecido muchas obras que han intentado cristalizar en la narración las diferentes formas de habitar y percibir la ciudad y, aunque lo que se cuenta en el topos literario colombiano es múltiple, muchos escritores apuntan a la re-construcción de la radiografía sustancial del urbanita y, por tanto, de sus patologías (exclusión, incomprensión, falta de utopías, etc.), lo que se podría resumir en los esfuerzos estéticos de plasmar, en lo simbólico del relato, los síntomas sociales que angustian la nación (Martín-Barbero, 2002, p. 24).
Pero esto también tiene su contraparte. Se trata del trabajo metateórico que, sobre los productos literarios se ha generado en el ámbito académico. A guisa de ejemplo, baste mencionar “Las ciudades literarias”, escrito por el profesor Fernando Cruz Kronfly (1996), donde demuestra magistralmente que la ciudad refleja su ser más allá de la instalación física y del sujeto que la habita, pues es una estructura cultural, cuyo interés también está reflejado en la producción investigativa de profesores como Luz Mery Giraldo, con su obra “Ciudades en la narrativa colombiana contemporánea” (2000) o el trabajo de Alejandra Jaramillo (2003), que centra su esfuerzo de leer los fenómenos urbanos como texto que relieva los imaginarios de los urbanitas; algo similar a la colosal obra del semiólogo Armando Silva Téllez (1997, 2003, 2005, 2007, 2012, 2017).
De esta suerte, los estudios literarios han venido sacando a la luz cómo la labor literaria nacional consigna imágenes y percepciones de las ciudades colombianas, desde la ciudad colonial e hidalga, con la obra de Rodríguez Freile (1988), hasta dar cuenta del rostro de aquellas ciudades que comenzaron a complejizarse física y socioculturalmente en el siglo XX, simbolizando el precepto que confirma que “(…) los espacios urbanos, desde el principio y de antemano nos ocupan. Nos pre-ocupan” (Pardo, 1996, p. 34). Es esto lo que le permite, por ejemplo, al arquitecto y urbanista Juan Carlos Pérgolis afirmar que “(…) son simbólicos todos los componentes del lenguaje, incluyendo los del lenguaje urbano, para permitir que la arbitrariedad aparezca en el proceso de simbolización que, a través del deseo y del acontecimiento, nos lleva al relato que explica el sentido de la ciudad” (1998, p. 103-104).
Por esta razón, una lectura urbana desde el discurso literario se hace no sólo necesaria, sino acertada, a la hora de suplir interrogantes acerca de cómo estamos siendo narrados y, por tanto, qué matices identitarios circulan, qué de ellos nos atrapan y cuáles son los que cada morador engancha para darle sentido global a su acción de desplazarse por la ciudad[1]. Sin duda, la convergencia entre la máquina urbana real-física y la simbólica-letrada se ha convertido en la base de estudios sistémicos donde el maridaje entre distintas disciplinas tiene como común denominador una ciudad que se reforma permanentemente en su fisicidad y que, de rebote, crea diversos sentidos históricos y horizontes de significación que le otorgan sus moradores. Sin embargo, es innegable que el entrecruzamiento de los registros simbólico-imaginario y la literatura urbana aparecen en un marco más cercano al palimpsesto, mostrándose en mixtura con otras lógicas disciplinares como la arquitectónica y/o la semiológica; pero también, con la filosofía, la antropología, la sociología, las expresiones artísticas, etc. (V. gr. Cfr. Pérgolis, 1995, 1998; Silva 1997, 2003, 2005; Giraldo y Viviescas, 1996; García, 2000, etc.). Gracias a esta armonía, se ha podido avanzar en líneas de sentido sobre el reconocimiento de una identidad urbana, lo cual ha ayudado a dominar la complejidad de ese objeto llamado ciudad.
En nuestro caso, la apuesta de este esfuerzo se centra en diagnosticar la relación entre un cierto modelo de funcionalidad urbana bogotana y su correspondencia no sólo con una carga de valores y comportamientos propios de sus urbanitas, sino con un reflejo narrativo que los inscriben con elementos simbólicos e indiciales específicos, tal como ocurre en la literatura de Mallarino Flórez. De suerte que, la idea-guía que nos mueve es que cualquier modelo de ciudad, manifestada en su morfología y tipología, refleja una est-ética urbana la cual queda, a su vez, cristalizada en representaciones narrativas. Todo esto se puede pensar cuando se recuerda que, según Pérgolis (1999), en el contexto urbano latinoamericano existen tres modelos de ciudad, cada una con una morfología determinada. Se trata de la ciudad continua, propia de la Colonia a la Modernidad, con su lógica espacial de cuadrícula de las manzanas como clave sintáctica sobresaliente, definiendo sectores en ciudades compactas; seguida de la ciudad discontinua, regida por la urbanística moderna y caracterizada por la especialización de áreas; y, finalmente, la ciudad fragmentada, que en la actualidad muestra la ciudad como una red de intercambios en las que no se pueden individualizar centros físicos, y cuyos centros ya no son las plazas sino éstas imaginadas en los centros comerciales.
Pues bien, amparados de este marco conceptual básico, comenzaremos a reflexionar sobre la obra primigenia de un escritor que ha dedicado su empresa estética a representar las cualidades físicas, simbólicas e imaginarias de la ciudad de Bogotá, desde comienzos del siglo XX, aquello que Romero (1999) llamaría la ciudad Masificada, hasta finales del siglo y buscaremos su correlato con el tipo de ciudad que servía de escenario para el desarrollo de lo que en las obras se narra; pero, para lograrlo, es necesario pasar, primero, por una descripción general del contexto histórico que toma como pretexto Mallarino Flórez.
Producción estética e historia reciente de Bogotá: La obra primitiva de Mallarino Flórez
El poeta y narrador bogotano Gonzalo Mallarino Flórez[2], se caracteriza por anudar la evolución de los espacios bogotanos y el discurso médico, con la intención de revisar el ‘estado de salud’ de la ciudad, con todas las deformaciones y enfermedades que ha sufrido el tejido ciudadano en su crecimiento acelerado. Proponemos, entonces, que la ‘Trilogía Bogotá’, cuyos títulos representativos son Según la costumbre, Delante de ellas y Los otros y Adelaida, sumado a su obra Santa Rita son, ante todo, literatura de diagnóstico. En sus propias palabras, su ‘Trilogía Bogotá’, se ocupa de “(…) bucear en la condición humana –sobre todo desde el mundo femenino-, lo que pasa en la piel, en los corazones, entre las sábanas, en los confesionarios, en los consultorios, en los hospitales, cuando una oleada de muerte se extiende ominosa sobre los cerros de Monserrate. O sobre la Plaza de Bolívar y san Victorino. O en los campos de Facatativá y Tabio” (Mallarino,2009, p. 34).
En efecto, sus obras son radiografías sobre la condición del bogotano en el devenir físico, político y simbólico de la otrora villa disimulada entre ríos y cerros, desnudando una ciudad con un pasado velado para sus moradores. A comienzos del siglo XIX, por ejemplo, la ciudad tenía 22.000 habitantes que se abastecían de agua por medio de treinta pilas públicas. En ese contexto, era impensable un abastecimiento del líquido vital en condiciones saludables, mientras los médicos en Bogotá eran escasos, las consultas estaban en manos de teguas, una cirugía era una rareza y las medidas de salud pública eran inexistentes. Así, pues, los resfriados, las infecciones, la apendicitis, la hidropesía, el reumatismo y el tifo exantemático eran comunes (Fernández, 2009).
De hecho, finales del siglo XIX, la fiebre puerperal fue tan frecuente en la ciudad bogotana, que el pabellón de maternidad de un hospital de pobres tuvo que cerrarse porque se murieron todas sus pacientes, bien por la falta de esterilización en el parto, bien por los abortos provocados o espontáneos. Y, a comienzos del siglo XX, la llamada gripe española, dejó la dramática cifra de un 80% de la población bogotana contagiada; es decir, 115.000 enfermos de 144.000 habitantes. De hecho, en octubre de 1918 se habían abierto en el cementerio de la ciudad 1500 sepulturas, las bóvedas y los ataúdes escasearon y que la tierra se agotó para los entierros; los bogotanos caían como moscas en las calles bogotanas, abatidos por la fiebre (Manrique, Et. Al., 2009; Malaver, 2009). Como se sabe, al final de 1918, en el mundo entero, la pandemia había dejado 45 millones de muertos.
Y es que, a comienzos del siglo XX, “(…) Bogotá atravesaba la peor crisis higiénica de toda su historia, y la densificación de la ciudad obligaba a ricos y pobres a vivir dentro del mismo espacio urbano, inclusive a compartir las mismas casas, en razón del empobrecimiento general que vivía la ciudad” (Zambrano, 2002, p. 10). Ahora bien, por esa misma época, una epidemia de sífilis azotaba la incipiente población, cuya solución era poner en cuarentena la zona que contenía los enfermos, mientras probaban con la arsfenamina; puesto que la penicilina aún no había sido descubierta aún por Fleming, como sustituto del tratamiento clásico era a base de arsénico, hoy usado como insecticida. La arsfenamina fue comercializada, desde 1910, con el nombre Salvarsán o 606. Una ciudad donde, por cierto, las clases sociales desfavorecidas se recreaban en las chicherías, espacios privilegiados de sociabilidad popular, las diversiones se encontraban en el tejo y el turmequé, los jesuitas mantenían el monopolio de la educación, el analfabetismo era altísimo y la mujer no existía como sujeto educable ante la ley; todo lo cual contrastaba con las clases adineradas que iniciaba prácticas de los deportes en nacientes clubes, asistían al Teatro Colón y a funciones de cine mudo.
Así las cosas, esa ciudad clasista, infectada y atemorizada por enfermedades ETS, es la que despunta en la primera novela de Mallarino, a través de las voces de dos actantes: Anselmo Piñedo y Calabacillas, representantes actanciales de los dos extremos sociales, propios de la tensión social excluyente que, desde la ciudad colonial, se instauró en la gramática social bogotana. En efecto, a través de esas voces el lector reconstruye esas luchas médicas por causa de epidemias fatales y también los escenarios urbanos donde sucedían, reflejando tanto la morfología urbana de comienzos de siglo XX, como unas maneras de ser, de hacer y de pensar que manifestaban arquetipos de la ciudadanía epocal. Es por esto que, desde allí, es posible entrever cómo, desde la perspectiva de un escritor, se puede reconstruir y evaluar el trasegar histórico de una ciudad como Bogotá, al asociarlo con un modelo urbano, el de Pérgolis, que permite releer la sociedad al leer lo que pasa en la sociedad; dejando de paso, un camino abierto para repensar la historia, morfología y tipología ciudadana, de una ciudad que hoy día aloja más de ocho millones de habitantes que reproducen, sin saberlo, valores, estereotipos y prejuicios heredados desde el mismo momento fundacional de la ciudad.
La Bogotá de “Según la costumbre”: la higienización urbana
Ahora bien, si nos centramos en la obra “Según la costumbre” (2003), nos encontramos con la historia de los avatares que algunos médicos y proxenetas vivían en la Bogotá de las primeras dos décadas del siglo XX, cuando el país aún se encontraba viviendo los efectos de una de las guerras civiles más cruentas, la guerra de los Mil Días, que había dejado más de cien mil muertos en el territorio nacional. En este contexto socio-histórico, el autor describe, a propósito de la trata de mujeres, las casas de citas existentes, la adicción a la chicha y el alto pico de infectados con sífilis. En esa medida, la novela puede definirse, ante todo, como el testimonio narrado de un hecho histórico auténtico (Menton, 1993). Incluso, si se siguen las pistas de sus actantes, por ejemplo, del doctor Piñedo y del Doctor Lirás, sabemos que estamos reconstruyendo la Bogotá de 1910, pues el medicamento usado por ellos fue el Salvarsán, denominado coloquialmente como la ‘bala mágica’, el cual se comienza a usar en a comienzos del Siglo XX gracias al bacteriólogo alemán Paul Ehrlich (Nicholas, Et. Al., 2005).
Por otra parte, derivado de la voz del proxeneta Calabacillas[3], podemos reconstruir ciertos sectores de la Bogotá del modelo continuo de la época, justo aquellos donde se asentaban los burdeles. Y es aquí donde se evidencia utilidad de la propuesta de Pérgolis, pues se pone en juego la descripción de la ciudad cuyo principal rasgo de identidad “(…) se conforma en la secuencia articulada de calles y plazas” (1998, p. 97). Así, por caso, los alrededores de Plaza del Voto Nacional y la plazuela de San Victorino, alrededores del Puente de san Francisco, el Camellón de las Nieves (Mallarino, 2003, p. 22) y el barrio Egipto (Ibíd., p. 7), como también, los lugares cercanos a la ciudad de donde eran oriundas las futuras mujeres serviles, como Facatativá Sopó y Usaquén (Ibid.., pp. 8 y 53). En ese sentido, la obra de Mallarino, además de naturalizar un hecho de salubridad histórico de la ciudad de Bogotá a través del
espacio de la literatura, está confirmando y describiendo con pulcritud los residuos de ciudad continua, esto es, de ciudad que en los preludios del siglo XX aún mantiene clara fisiognomía de ciudad colonial respetando, en contra del paso del tiempo y de las necesidades propias de evolución física y social, aquello que ángel Rama llamó Ciudad ordenada del siglo XVI, que se instaló en tierra firme de la Nueva España, desde 1510, siguiendo la utopía de los reyes españoles de realizar en América un orden, la ciudad se idea/imagina, primero como un modelo de ordenamiento espacial geométrico, el damero en mapas, y cultural materializado en un proyecto racional y con patrones jerárquicos (la Ciudad Ideal; la Jerusalén celestial); para que luego se gestara su geomorfología y su geopolítica[4].
Asimismo, a través de voz del médico, ubicamos la estación de Gachancipá (Ibid.., p. 25), el río Juan Amarillo, en Suba (Ibíd., p. 33), Faca y Tibabuyes, Suesca, El Campín, etc. (Ibíd., p. 42), el salto del Tequendama (Ibíd., p. 76), los cerros de Monserrate y Guadalupe (Ibíd. p. 77), el Hospital San Juan de Dios (Ibíd., p.84), fundado en 1723, etc. De la misma forma, aparece citado muchas veces Chapinero (Cfr. V.gr. Ibid., p.86), como evidencia del “(…) crecimiento urbano que conduce a la espontánea prolongación de las calles, extendiendo la cuadrícula y dejando cada tanto vacíos, manteniéndose el centro su significación dentro de la sintaxis urbana, como “el lugar” de la ciudad, el ámbito del poder, del comercio y de los encuentros sociales” (Pérgolis, 1998, p. 98).
Todo esto se va relatando en el contexto de una ciudad abocada a una creciente ausencia de modernización donde convivían esas zonas de tolerancia con zonas periurbanas (por ejemplo, El Lago) y de adinerados (Calle Real –hoy Carrera Séptima-), donde todos estaban atravesados por medio de transporte como los carros de bueyes que aún convivían con el tranvía (inaugurado en 1884), con el tren que unía a Bogotá con Facatativá (fundado en 1889) y con el tranvía de mulas que unía el norte de la ciudad (Recoleta de San Diego) con el pueblo de Chapinero, prueba de la prolongación que iba la ciudad preparando como parte del denso tejido urbano (Zambrano, 2005).
Además, estos datos, en este topos literario, delinean un mapa socioeconómico de la ciudad de la época, dejándola ver como una urbe que apostaba por sacudirse de su caparazón provinciano. Así, por caso, hacia la primera década del siglo XX, la ciudad contaba con la creación de la primera compañía privada de Acueducto, aparecida en 1888, que inició la instalación precaria de la tubería de hierro. Y, a pesar de ser un negocio que se hizo a las espaldas del presidente Rafael Núñez, prestando un pésimo servicio, sería el antecedente de un acueducto moderno. Pero también disparan puntos urbanos que se asocian con eventos nacionales y, por tanto, con hechos históricos trascendentales de la nación misma. Es el caso de la mención continua al Voto Nacional. Efectivamente, en el relato que realiza el doctor Piñero (Mallarino, 2003, p. 34), y también a través del relato de Calabacillas (Cfr. Ibíd., 45), se reitera que uno de los centros urbanos que apiñaban de casas de lenocinio estaban concentradas en los contornos de la Plaza del Voto Nacional. Cuando se repara en esto, efectivamente se confirma la existencia de tal Plaza para la época, la cual, en 1902, y a través del Voto Nacional, permitió que se consagrara el Sagrado Corazón a todo el país, como un llamado a la Gran Reconciliación y la paz de la República, y en cuyo honor se levantaría la Basílica del Sagrado Corazón, en el centro de la ciudad de Bogotá (Henríquez, 1993).
Otro elemento, sobresaliente en la obra de Mallarino (2003) es la táctica por medio de la cual Calabacillas persuadía a las niñas y mujeres provenientes de pueblos cercanos a Bogotá, como Faca o Usaquén, para ser envilecidas en el oficio de la prostitución, a saber: atontarlas con chicha. Esto no es gratuito en la narración de Mallarino dado que, efectivamente, las décadas de 1910 y 1920 marcan en Bogotá una obsesión por erradicar el alcoholismo, las enfermedades de transmisión sexual y la tuberculosis. Es así como médicos, higienistas y políticos centraron esfuerzos para evitar una crisis nacional, puesto que esto marcaba abiertamente la decadencia social y moral del pueblo (Jalil-Paier y Donado, 2010).
La lucha antialcohólica emprendida en Bogotá se puede fechar a comienzos de siglo con unos esfuerzos que se canalizan en la instrucción escolar que disponía que se tuviera como libro de lectura en las escuelas primarias la Enseñanza del Antialcoholismo, cuyo objetivo era infundir a los infantes escolarizados el pavor a la bebida (Noguera, 2002). Todo esto porque, desde el discurso higienista de los médicos y políticos de la época, el alcohol, y especialmente la chicha, bebida hecha con fermento de maíz, era asociada, por un lado con lo que se llamaba la ‘melancolía indígena’, afiliada con la timidez, la desconfianza y el embrutecimiento; y, por otro lado, con la prostitución, la delincuencia y la criminalidad, entendidas “(…) antes que como productos del medio y de las circunstancias sociales e individuales, como resultado de tendencias heredadas, frutos de generaciones de alcohólicos” (Noguera, 2004, p. 162). Incluso, sabemos cómo políticos de comienzos de siglo, como el antioqueño Luis López de Mesa, interpretaba el “(…) comportamiento de los campesinos boyacenses y cundimarqueces como un claro signo de la influencia negativa del clima, la chicha y la herencia ancestral de un pueblo abatido y melancólico” (Ibíd. p. 164).
Así, pues, el discurso médico, mezclando muchas veces la moral biológica con la moral católica, asumía la prostitución como la vía recta para solidarizar el “veneno amarillo” o chicha con la pobreza de las masas de la época, cualificadas por ser viciosas, morbosas, depravadas, poco inteligentes, tristonas e infectadas, lo cual se recrea de manera fabulosa en la obra de Mallarino. No obstante, esta concepción elitista de unos pocos fue lo que jalonó una cierta ‘higienización de la chicha’, que tuvo su correlato en la higienización de la ciudad misma, derivando la orden de mantener limpio tanto el cuerpo humano, como el urbano y el moral. Es por esto que el historiador Zambrano Pantoja afirma que, a comienzos de la segunda década del siglo pasado, “(…) fueron los profesionales de la salud los encargados de presionar la aplicación de reformas, en razón del incremento de la mortalidad causada por las pésimas condiciones higiénicas de la ciudad” (Zambrano, 2007, p. 26).
De esta forma, las mujeres prostituidas, muchas de ellas indígenas, quedaban atrapadas en el negocio del comercio carnal desaforado por los efectos de la chicha. Y detrás de esta realidad, aparece otro recurso que dispara la realidad de la Bogotá de inicio del siglo XX: el inicio de la polarización física y social que significó la redistribución jerárquica de los espacios de adinerados y trabajadores. Sabemos que esto comienza en el siglo XVIII cuando, tras el remate de los resguardos y la eliminación de los campos comunes de los pueblos indígenas o ejidos, las poblaciones cercanas de Bosa y Soacha comenzaron a poblar el sur para el trabajo agrícola, mientras que el norte, ávido de humedales, se fue usando a la cría de ganado y caballos.
A esto se suma el hecho de que el sur presentaba muchos sitios de donde extraían arcillas para la fabricación de tejas y ladrillos, lo que dio origen a la aparición de arrabales habitados por trabajadores de la tierra, en contraste con el norte que ya dejaba ver sus primeros parques y las primeras vías de comunicación modernas hacia la localidad adinerada de Chapinero. Es por esto que Zambrano escribe que unos de los factores que contribuyeron a la diferenciación sur-norte fue, justamente, la aparición de Chapinero, refugio de la élite bogotana que consideraba que la Bogotá colonial, había desaparecido.
Otro hecho interesante de toda esta historia es que fueron los médicos de los albores del siglo XX, representados por Piñera en nuestra obra, objeto de atención, quienes comenzaron a cambiar los conceptos de convivencia ciudadana y generaron una nueva relación cuerpo-ciudad, centrada en el concepto de higiene, lo que se convirtió en un fenómeno urbano que se relacionaba con el aire respirado en las urbes, pues se consideraba que ningún elemento condicionaba el cuerpo más que el aire, pudiendo dañar a todos, por su propia impuridad y otras calidades defectuosas. Es así como la planificación urbana del siglo XX siguió el modelo de esta relación discursiva históricamente fundada, razón que justifica la construcción de planos cuyo corazón era el castillo y las arterias sus calles, siempre guiados por la imagen de la mecánica sanguínea (Sennet, 1997).
Ahora bien, si se quiere pensar cómo hoy día esa conciencia de limpieza se evidencia en las ciudades latinoamericanas, es fácil encontrar cómo algunos mecanismos de mimesis ideológica hacen parte de su arquitectura. Baste recordar que en Bogotá la construcción de parques fue el resultado de una visión higienista para la ciudad. El parque se percibió a finales del siglo XIX como un pulmón para las urbes, y Bogotá comenzó a gozar de estos espacios con la construcción de El Centenario –creado para conmemorar los cien años de natalicio del libertador Simón Bolívar-, el bosque de los hermanos Reyes (1907), el Parque de la Independencia (1910), el Luna Park (1921) y el Parque Nacional (1934), influidos por los bosques Bois de Boulogne y de Vinccenes de París, por los parques S.T. James, Hyde, Green, y Regent’s Park de Londres y por el Central Park de Nueva York. Incluso, los primeros barrios fundados desde comienzos del siglo XX son la derivación de una visión higienista de la ciudad que “(…) se proponían luchar contra la insalubridad de las viejas ciudades” (Montezuma, 2000, p. 11).
Y es que en el panorama urbano de la Bogotá de comienzos del siglo XX comienza a surgir una pequeña ciudad progresista, manifestada en construcciones típicamente urbanas; tal es el caso del primer kiosco en cemento fabricado en el país, el “Kiosco de la luz”, mandado a construir por la empresa Cementos Samper, en 1910, al interior del Parque de la Independencia. Pero, también manifestada en la instauración y propagación de bombillas eléctricas; primero en el Parque de la Independencia, luego en las casas de las familias opulentas. Todo esto mientras la ciudad estaba azotada por epidemias de fiebre tifoidea y disentería, enfermedades que eran el efecto de la pésima calidad de las aguas del acueducto privado Jimeno y de las deplorables condiciones de higiene de los inquilinatos en los barrios obreros, a lo que se unía las ETS por la proliferación de casas de lenocinio.
No obstante, es gracias a la campaña de los galenos de la década de 1910 que Bogotá abandona paulatinamente la atmósfera de aldea sucia e infecta, pues la denuncia médica permitió que se municipalizara el acueducto en 1916 y se iniciaran la canalización de los ríos que bañan Bogotá, lo cual se va a derivar la “construcción de un nuevo paisaje” (Zambrano, 2005, p. 9).
Finalmente, como efecto del discurso médico y su relación con la ciudad, las Juntas de Higiene emprendieron campañas que terminarían con la construcción de los primeros baños públicos, la construcción de varios mercados públicos como el Mercado de las Nieves y el Matadero Público, mientras Bogotá esperaba la apertura del Hospital San José, cuya construcción tardó 20 años (1905-1925). Asimismo, en las primeras décadas del siglo XX se conocieron los primeros sistemas de desagüe subterráneo (para 1923, ya había alcantarillado en más de sesenta cuadras), y el tranvía en esa ciudad de 100.000 habitantes.
Pese a esto avances, la alegría de este cambio físico pronto entraría en conflicto ya que, por esta misma década la proliferación de los barrios obreros, auspiciados por extranjeros como Leo Kopp, permitía develar el déficit de vivienda que se asociaba directamente con la insalubridad, manifestada principalmente por la carencia de agua, de retretes, de alcantarillado y de servicios de aseo. De hecho, zonas como éstas fueron las más perjudicadas por la famosa epidemia de la gripa de 1918, llamada gripa española. De hecho, la situación llegó a tal extremo, que las colonias foráneas ayudaban con cocinas populares para los más desfavorecidos que, literalmente, caían como moscas en las calles bogotanas, abatidos por la fiebre.
Así las cosas, la falta de higiene y de condiciones más asépticas para Bogotá se prolongó tanto que, en 1949 el 40% de la población seguía sin agua, sin luz, sin alcantarillado y conviviendo entre animales domésticos. Es gracias al arquitecto suizo Le Corbusier y su Plan Piloto para regular el desarrollo urbano que se construyó la Clínica San Pedro Claver para atender unos 70.000 afiliados del incipiente Instituto de Seguros Sociales (ISS) y considerada la primera clínica de alta tecnología en el país; también por esta misma época se edificó el Hospital San Carlos, dotado con equipos norteamericanos y doctores formados en el extranjero, como parte de una campaña contra la tuberculosis; lo cual significó una dignificación del servicio de salud, que comienza a verse tímidamente a partir de la década de 1950 y que recoge Mallarino en su segunda obra de la Trilogía Bogotá.
A manera de conclusión: las metáforas de la ciudad
“Según la Costumbre” de Mallarino muestra una ciudad medianamente continua en su sintaxis física, que sirve de marco territorial que se narra en plena extensión física, ya marcada por su avance a la deriva, sin planificación (Silva, 1997), y agrandándose por lógicas clasistas, con gente preocupada por ser culta y bien nacida que añoraba vivir como en un rincón del fino París (Rama, 1984), lo cual “(…) marcaba un contraste total con el hecho de que se pasaba por un momento de la historia de Bogotá en el que la mayoría de los nacimientos correspondía a los llamados hijos ilegítimos” (Zambrano, 2002, p. 9). En esa forma de devenir urbanita se ha venido desenvolviendo, desde comienzos del siglo XX, una ciudad popular que, al principio contaba con deficientes servicios públicos y con una ausente pedagogía frente a la higienización de sus moradores, mediada por la teoría eugenésica de Galton (Noguera, 2004). De esta manera el papel de la literatura es la de susurrar una denuncia que abarca varios puntos; de suerte que la quimera de una ciudad ordenada, y por tanto, reconocida como imaginería colectiva siempre ha sido “una camisa que no le cabe a Bogotá” (Hoyos, 2002, p. 77), por lo que la literatura sobre la ciudad viene a servir de optimista búsqueda cultural para dar cuenta de la necesidad de figurarse espacios físicos que se vuelvan lugares literarios (como Corrientes en Baires o Macondo en Colombia). Y es que, tal como afirma el escritor caleño García Ángel: “Con Bogotá, toca explicarlo todo” (2001, p. 75); esto es, toca, con mucho esfuerzo, narrarlo todo para literaturizarla.
En el caso de Mallarino, se asiste a ese esfuerzo que se centra en mezclar el discurso médico sobre la salud pública y los cambios en la urbanización, dejando ver cómo el lugar literario de Bogotá puede ser, por caso, un esfuerzo retórico que muestra nichos sometidos a la degradación de los elementos del sistema urbano sistemas en ciernes, lo que permite expresar fenómenos urbanos en términos de fuerzas colectivas o humanas; expresiones que dejan ver un análisis del cuerpo social como un ente vivo, ávido de flujos energéticos irrecuperables, disipados y mórbidos, contagiados. Y, por esta misma línea, se desgaja una metáfora, a saber: la ciudad como organismo infectado, es decir, ciudad transmisora de males. Sin ánimo de mostrar que este acontecimiento es negativo para la construcción de cualquier ciudad y su ciudadanía, se desea, más bien, subrayar que es uno de sus elementos integrantes, pues la historia muestra que no hay ciudad sin males, ni malhechores malhadados. En esta secuencia de ideas, Sendrail (1983) es quien afirma que las enfermedades contribuyen claramente a la definición de una cultura.
Asimismo, “Según la costumbre” puede ser, además de un libro sobre la Bogotá del siglo XX, un esfuerzo por hacer de la ciudad un lugar literario desde otra metáfora: la ciudad vista como un libro de las experiencias sociales traumáticas que, a la postre, han jalonado su modernización. La ciudad, pues como un continente lleno de memorias, como una piel que va registrando las diferentes formas en que se presentan los acontecimientos históricos. Y esa piel queda consignada en los archivos, documentos donde los habitantes de la ciudad han escrito, y es por esta razón que cualquiera puede caminar sobre ellos. La ciudad, entonces, se representa a menudo como documento por donde se puede caminar en las dos direcciones. Es Michel Foucault quien subraya que el archivo es un ejercicio por medio del cual los sucesos no desaparecen al azar de los accidentes externos, sino que se agrupan y componen según ciertas relaciones. Como tal, forma unos ciertos enunciados desde donde se habla. Entonces, hablar de la ciudad es hablar del sujeto mismo, de una forma específica de ser-en-el-mundo. Para este caso, un sujeto enfermo y solitario frente al control de una institución, como la médica, que puja casi anónimamente por curar en un contexto donde se cree que la está llena de mal, de males y de malosos.
En esta línea de pensamientos, el archivo retórico con el que contamos para pensar a Bogotá se extiende como ‘literatura médica’ entre otras intenciones comunicativas, para dar cuenta de cómo el espacio urbano es productor de males, mostrando a la literatura con la misión de diseccionar la sociedad y mostrar la etiología de sus males. En suma, archivo-de-la ciudad y también ciudad-archivo hecha de flujos y reflujos, de sistemas organizados y desorganizados, como un universo de líneas fluctuantes movidas por esa infinidad de impulsos que permiten una nueva toma de conciencia sobre lo que hemos sido como urbanitas bogotanos y nos marca como moradores de un territorio donde las nuevas estrategias de urbanismo del siglo XX incluyen una relación de competencia entre variables biológicas y sociales, supervisadas por físicos y médicos, asistidas por arquitectos y respaldadas por la policía en el servicio de la salud.
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